domingo, 2 de septiembre de 2012

Historia de un pobre mejillón







 

Historia de un pobre mejillón



La historia de mi vida es triste y funesta. Me recogieron del mar unos pescadores cuando estaba asido a la roca, me llevaron a un almacén junto a mis compañeros y desde ahí me metieron en mi nueva casa, en mi nuevo cubículo. En una especie de zulo metálico sin orificios, cerrado a presión y con una especie de líquido anaranjado que me cubría parcialmente.

Sí, en efecto,  soy un mejillón, y estoy en un plato listo para comer. Bueno, eso pensaba, pero visto lo visto ya no sé que opinar.

Llevo aquí, posado en un plato transparente y con un palillo que me atraviesa, la friolera de 2 meses. He soportado el viento, el sol, la lluvia,  los picotazos y las miradas piadosas de los personajes que van transitando por la habitación y observan incrédulos cómo estoy sólo aquí en la repisa de la ventana.

No sé cómo explicar los que ha sido mi existencia. Sé que estuve unos meses en Carrefour, en la sección de conservas. Duré una semana. Luego pasé al estante principal, en el que con grandes caracteres se anunciaba que estaba en oferta, una oferta irresistible, ya que si comprabas una lata de tomate te regalaban una de mejillones(es decir a mí o a uno de los míos). Es triste decirlo, pero estábamos de saldo. Nadie nos quería ni  regalados. No éramos la primera opción de consumo, si no un una especie de lote en el que estábamos incluidos.

Yo me hacía una reflexión. A dónde llegará mi penuria cuando hay clientes que no reparan ni en coger la lata de mejillones, cuando saben que, al llevarse el tomate, es gratuita.

Veo a una señora oronda y con escasez de altura, que me mira muy fijamente. Parece que voy a tener suerte y alguien me va a consumir. Alza su brazo, se empina y...me pasa de largo. Intenta sin éxito coger el tomate. Vuelve a intentarlo, toca con sus dedos el tomate, le da un pequeño empujón para que caiga, pero no se percata que yo le quedo a la altura de su codo y ,al recoger al vuelo el tomate, dobla el brazo, propinándome un empujón tan fuerte que caigo sin remisión al suelo.

Allí  siento un tremendo golpe, unos cristales rotos y una masa de tomate triturado que me cubre. Efectivamente, he quedado cubierto de salsa de tomate, del tomate deseado por la señora. La gente pasa por mi lado y me mira con cara de asco. Un niño pequeño con un globo observa con la  mirada al techo  el globo que sostiene con sus manos , e irremisiblemente me pisa, pierde el equilibrio y cae al suelo.

La madre enfurecida le suelta al niño un cachete en el trasero y es que no le perdona que sea tan despistado y lo que es peor, no sabe cómo quitar las manchas de tomate, con las que han quedado impregnadas, el pantalón bermudas de color crema y la camisa blanca impoluta del Real Madrid.

Esa ira contenida la paga conmigo, me suelta un puntapié que me hace deslizarme varios metros por el centro comercial, con tan mala suerte que me detengo justo debajo de un estante. Allí donde nadie me ve y donde la oscuridad es absoluta. En esa, mi nueva casa, pasé toda la temporada de invierno. Ni recuerdo los días o meses que permanecí en la soledad más absoluta, sin nadie que me mirase, sin nada que mirar y sin posibilidades de ser consumido.

Afortunadamente, cada temporada hay una renovación de estantes. Ya es verano y hay que dar paso a productos más refrescantes. Comienza el movimiento de estantes, hasta que le toca al mío, el que me ha estado cubriendo durante tantos meses. Unas personas con mono azul, comienzan a desplazar ese expositor alimenticio, hasta que por fin veo la luz. Milagrosamente consigo volver a integrarme en la vida comercial.

El gentil hombre que ha desplazado el armario, me recoge con lástima y me lanza al carro, junto a otros desperdicios que ha encontrado en los lugares más recónditos.

Unos tienen la mala fortuna de ir al cubo de basura, otros al almacén y otros, los más afortunados, vuelven a los estantes. Estoy nervioso. No sé lo que me corresponderá. Espero que mi fecha de caducidad sea lejana y que vuelva a estar de moda, aunque sea en verano.

Afortunadamente me posan en la sección de conservas, junto a las latas de caballa y pulpo con tomate, a un precio casi  irrisorio. Pasan los días, pasan los clientes y nadie repara en mí. Mi compañera la lata de caballa me abandonó hace unos días. Unos chicos jóvenes hicieron acopio de conservas y junto a la lata de caballa, también compraron una de anchoas, otra de pulpo a la vinagreta, una de atún y más ,que no me dio tiempo a mirar. Pero yo seguía ahí, impasible.

Ya estaba perdiendo la esperanza cuando...un distinguido personaje, bien trajeado se acerca poco a poco. Mira a un lado y a otro. Parece que no quiere llamar la atención o que le diese vergüenza que alguien le pillase cogiendo una lata de mejillones. Con rapidez y disimulo, estira el brazo, mirando hacia otro lado. Siento cómo me agarra torpemente, hace amago de lanzarme al carro, pero parece que se arrepiente. Me vuelve a depositar en el mismo sitio, pero no parece convencido de su acción. Comprueba el precio de otras latas , de mis congéneres, pero tampoco le convencen, así que vuelve a asirme con sus manos y esta vez sí que caigo en el carro.

Siento una enorme satisfacción. Miro a un lado y a otro y encuentro patatas fritas onduladas, ganchitos, aceitunas, berberechos y hasta una tarta. Es mi día de suerte voy a ser consumido en una celebración de cumpleaños, de aniversario o vete a saber qué.

Ya queda poco para salir del inmundo centro comercial en el que había estado recluido buena parte de mi existencia conservera. Me encuentro aplastado en el fondo del carro, un carro con ruedas que se deslizan con destino a la línea de cajas.

Es como un ligero cosquilleo lo que siento, no en vano acabo de ser pasado por el lector del código de barras que llevo adherido a mi funda, desde aquí soy arrojado a una bolsa transparente y finalmente soy depositado en el maletero de un destartalado vehículo.

Apenas sin darme cuenta, llego a mi destino final, que no es otro que un edificio de oficinas algo caduco.

Siento una explosión de libertad, cuando mi “salvador” abre el cubículo por la parte superior y me vuelca sobre un plato trasparente de cristal. Me sitúa en el único sitio libre que quedaba, en una mesa ya atestada de alimentos y decorada con muy mal gusto.

El personal se arremolina alrededor de la tabla. Parece que están hambrientos y comienzan a engullir con ansia y desesperación todo cuanto encuentran. Yo me encuentro en el vértice de la mesa, pero nadie repara en mí. Comen sándwiches, patatas, aceitunas, cebolletas, jamón y hasta pepinillos, pero nadie come mejillones, nadie saborea en su paladar, para después triturar y engullir el exquisito manjar de color anaranjado.

Casi no queda comida, pero nadie parece que tenga ojos ni estómago para un pobre mejillón.

Hay alguien que vocifera:  ¡Quita las sobras de una vez!,   ¡¡Si, si saca la tarta y retira el maldito plato que no hace más que estorbar!

¿Pero qué se habrá creído el tipo éste?, reflexiono para mí.  Llamarme desperdicio o maldito plato. Tan recatado y elegante que parecía cuando me recogió del centro comercial y ahora me considera poco menos que una molestia. Pues se podía haber ahorrado el comprarme, ya que seguro habría mucha gente interesada en disfrutar de mi placentero sabor y sin insultar.

Alguien me agarró del plato sobre el que estaba posado, abrió el antiguo ventanal y me depositó sobre la repisa.  .

Y aunque parezca mentira ahí sigo. Sufriendo las inclemencias meteorológicas y observando la cara de estupor  de las personas que acceden al cuarto al que ilumina mi ventana. Es ridículo, pero tengo la impresión de que es esta sala es donde reciben a los personajes importantes. Lo cierto y verdad es que hacen visitas relámpago. Me miran con cara de entre asco y asombro, luego de incredulidad, me olfatean y salen despavoridos, arguyendo cualquier excusa.

Y ésta es la historia de mi existencia, que espero concluya pronto. Mis esperanzas de ser consumido se han desvanecidos, así que imagino que mi destino será la basura, si es que alguien tiene a bien quitarme de esta mi ventana.

3 años más tarde

Hoy hay visita. El director general de la compañía se desplaza por 1ª vez en los últimos 10 años para ver las instalaciones y lo hace por sorpresa. El servicial y elegante empleado hace los honores de enseñarle las instalaciones.

El primer sitio que visita (y el único), es la sala de invitado, el cuarto Vip, la más lustrosa de cuantas existen en el  ruinoso edificio.

Entra y observa a la ventana. Se queda asombrado, impávido y dice:  ¡¡PERO QUE ES ESTO!! El distinguido personaje que normalmente tiene salidas para todo se queda en blanco. No sabe dónde meterse, no sabe que contestar, se imagina que tiene los días contados. Balbucea y acierta a decir:
-...es que tuvimos una celebración y...- . No digas más, replica el Director General.
Desde mi ventana noto como le brillan los ojos, como le embarga la emoción. No sé que le ocurre. Imagino que saldré despedido por los aires.

Pero no. Parece que se ha vuelto  loco. Sonríe y exclama:
- ¡¡ES LO QUE QUERÍA, ES GENIAL!!¡¡ DISÉCALO!!. Definitivamente, quiero que ésta sea la imagen corporativa de la empresa. Es lo que andaba buscando- , sentencia el Sr. Director

Y ahí estoy. No me han comido pero soy famoso. Ahora me llaman “MEJI” y aparezco como logotipo de la empresa en sobres, certificados, luces de neón, baldosas, etc.

Y sigo en mi plato dentro de un expositor en la sala Vip. Soy el centro de atención, no sé si para la  satisfacción o la repugnancia, de todos cuantos acceden a este sala para ver a un pobre mejillón convertido en estrella.









Oscar, 28 de junio de 2005








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